Faraleón, hermoso muchacho, mitad hombre mitad bestia, levantóse aquella mañana con un oscuro presagio.
Había soñado con enjambres de pequeñas navecillas a las que inútilmente intentaba espantar.
Seres procedentes de un planeta que se extingue, buscaban enfebrecidos su tabla de salvación.
Faraleón lo sabía. Él los había visto y podía oler su miedo y su ferocidad. Faraleón también podía imaginarse las intenciones de aquellos seres extraños. Llegarían a su tierra igual que llega a la sangre una infección virulenta: para infectarla por completo. Lo invadirían todo. Tomarían a sus mujeres y a sus niños y harían con ellos horribles experimentos, infligirían a sus hombres más fuertes; y a sus jóvenes más lozanos, la tiranía de la esclavitud; y a sus ancianos, la vergüenza del destierro y la condena de una muerte segura en un desierto voraz . Allí, en medio de la nada, morirían poco a poco con la sola compañía de los buitres y de los perros salvajes que devorarían hasta sus huesos. ¡Había que evitarlo a toda costa!
Faraleón vistióse con su uniforme de gladiador egipcio, y adoptó en su corazón la forma de un león para que le diera la fuerza y la decisión necesarias para enfrentarse a lo desconocido. Su mente se transformó en la de una cobra, con su misma rapidez y con su misma concentración.
Pronto, un rumor como de miles de moscas, empezó a sentirse por las tierras de Tamur. Sin darle tiempo a nada, se encontró frente a un pequeño ser de aspecto pétreo que le miraba con interés y aprensión.
Era Alien Hado, jefe de los robotrones galácticos.
Durante unos minutos, ambos se observaron, con miedo y curiosidad, como midiéndose las fuerzas. Pero Alien Hado, tenía el poder de penetrar en las mentes. De un portentoso salto se introdujo en el pensamiento del gran Faraleón. Este, vióse así sacudido por tortuosas imágenes. Mientras, un sonido estridente y pertinaz amenazaba con reventar los tímpanos de todos los terrícolas humanos.
Millones de diminutas aeronaves llenaban ya los cielos de Tamur, y el trepidar de los sofisticados motores apenas ahogaba ya los gritos aterrorizados de los habitantes de la ciudad. Pero Faraleón sacó fuerzas de flaqueza y, reuniendo todo su valor; en un gesto indescriptible de entereza y gallardía del que sólo los héroes o los dioses podrían ser capaces; en nombre de su pueblo y por un futuro más justo, lejos de la tiranía de una raza extraña y beligerante; solo, pero con la decisión que dan las causas nobles, Faraleón sacó la lengua y se la mostró a su rival. Faraleón, sonrió mientras los alienígenas chupaban su cerebro porque, una vez más, se había burlado de sus enemigos.
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