Pardo de Aranjuez
Pardo de Aranjuez de Emilio Alfaro Hardisson, es uno de los relatos que aparecen en su libro: ¡Ánimo, valor y miedo! editado en marzo de 2004 por Artemisa Ediciones
También es de Emilio, el fotomontaje de la cubierta titulado Induraín de Gaula
Pardo de Aranjuez
ÁNIMO, VALOR Y MIEDO
Emilio Alfaro Hardisson
Érase una vez un labrador que vivía en el claro de un bosque. Como tenía quince hijos, sólo con muchos esfuerzos y sudores conseguía sacar adelante a su prole y pagar las rentas al conde de Villamediana.
Pedro de Aranjuez, que así se llamaba nuestro labrador, castellano y cristiano viejo a fuer de pobre y honrado, era, antes que nada, hombre práctico.
Así pues, juzgó que era un desperdicio de tiempo e ingenio dar a cada hijo un nombre diferente, por lo que, emulando la tradición monárquica tan cara al populacho desde los tiempos de Fuenteovejuna, los llamó a todos Juan, diferenciándolos por su ordinal correspondiente.
Un día ocurrió la desamortización de Mendizábal, a consecuencia de la cual las tierras que explotaba pasaron a pertenecer a un opulento comerciante. Como las rentas subieron como estímulo a la formación de capital y de proletariado para la industria, mediante la emigración masiva, los nabos empezaron a escasear en la mesa del campesino y su familia.
Un día el labrador reunió a su mujer y a sus hijos:
–No es que quiera ser malthusiano, pero la cosa está jodida. Los ingresos repuntan a la baja mientras que las necesidades del consumo permanecen estables, e incluso con tendencia al alza. Es necesario arbitrar medidas para corregir estas tendencias, afianzar la confianza del mercado, para que nos sigan fiando, y evitar el desplome y la recesión de la familia. He estado elaborando un plan de viabilidad y he comprobado que sobra uno de vosotros. Los siete más pequeños no pueden valerse por sí mismos todavía, y a los siete mayores los necesito para que con su fuerza laboral colaboren en la obtención de ingresos, así que, con gran dolor de mi corazón, he decidido echar al octavo hijo.
Así, pues, era Juan Octavo, el que debía salir de la casa a buscarse la vida. Dócil, silencioso, discreto, no destacaba por nada y generalmente pasaba desapercibido. Como desde pequeño vistió el mismo sayo de paño pardo que se iba remendando y alargando según crecía, sobre la marcha y sin demasiada ceremonia, Juan Octavo recibió de su padre el sobrenombre de el Pardo, junto con su parte de herencia: tres latas de anchoas, unas alpargatas que habían sido de su abuelo, y un grillo doméstico. Juan Octavo salió al mundo exterior y caminó y caminó hasta que sus pies dijeron basta, a la entrada de un bosque. Muy hambriento, se sentó al pie de una carrasca, sacó de su morral una lata de anchoas y se puso a abrirla, con mucho cuidado para no manchar su sayo ni cortarse los dedos. Entonces apareció San Judas Tadeo en hábito de mortal, y le pidió que le socorriera en su necesidad.
Juan Octavo compartió gustosamente con él la lata de anchoas. Ambos descansaron un rato charlando de esto y de aquéllo, aunque Juan Octavo apenas respondía con monosílabos a San Judas. Después, se despidieron y cada uno siguió su camino. Juan Octavo atravesó el bosque y siguió caminando y caminando, hasta que, al llegar junto a un río, sus pies dijeron basta.
Con más hambre que el perro de un ciego, Juan Octavo sacó su segunda lata de anchoas, y justo en ese momento se le apareció Jesucristo Nuestro Señor en hábito de mortal y le suplicó que compartiera con él su modesto almuerzo. Juan Octavo compartió su sustento con él. Esta vez, como a Jesucristo le gusta tanto sermonear, Juan Octavo apenas tuvo ocasión de terciar algún que otro amén entre parábola y parábola. Después de descansar un rato, ambos se separaron.
Entonces el grillo decidió abandonar a nuestro amigo. Dio un salto colérico, se plantó en el puente de su nariz y le gritó:
—Esto es más de lo que puedo soportar. No eres más que un pobre diablo. Yo me largo ahora mismo.
Y dando un salto descomunal, hendió gallardamente el aire durante unos instantes, y aterrizó en
medio de una tupida y pegajosa tela de araña. Juan Octavo se levantó tratando de descifrar por qué se había enfadado el grillo, y reemprendiendo su marcha, atravesó el río y caminó y caminó hasta que sus pies dijeron basta, al pie de una gran montaña. Entonces se sentó para descansar sobre una dura y fría roca, sacó su última lata de anchoas, y la abrió con mucho cuidado. Entonces, y como no hay dos sin tres, se le apareció, en hábito de mortal, el mismísimo
Pedro Botero, y le pidió que, como tenía un hambre de mil demonios, compartiese con él su comida. Juan Octavo compartió su comida con él. Conversaron un poco, aunque no habrá que decir que el que más habló fue el diablo, porque tenía mucha más práctica. Después de reposar un rato, el diablo se quitó su disfraz y se mostró ante Juan Octavo en toda su repulsiva fealdad.
–Juan Octavo, eres un imbécil redomado. Aunque no tenías dónde caerte muerto, has compartido todo cuanto tenías ¿Y crees acaso que vas a obtener alguna recompensa por ello? ¿Sabes para qué te va a servir tanta bondad? Ahora lo vas a ver.
Y el Diablo convirtió a nuestro héroe en una gran mierda maloliente, y se esfumó entre carcajadas y nubes de azufre.
Os podrá parecer extraño, pero Juan Octavo se sintió repentinamente bien; muy confortable en su nuevo ser, tendido sobre aquel prado, secándose indolentemente al sol. En aquel preciso instante, mientras se hacía estas reflexiones, la gruesa suela de goma de la bota de un montañero le aplastó y esparció sus fragantes despojos a través de toda la región.