Sin suerte
Sin Suerte
Raúl era un ser vulnerable. Había sufrido una parálisis en las orejas de pequeño y eso había marcado su carácter. Bueno… eso y su facilidad de palabra. Era capaz de empeñar su palabra varias veces al día y eso que no siempre le salía bien. Su nacimiento ya estuvo salpicado de extraños sucesos. Se oían comentarios por el barrio diciendo que su abuela había huido con el cartero el día que Raúl nació.
La madre de Raúl, no obstante, era una señora muy digna y nunca dio nada que hablar. Le gustaba hacer cosas normales como a todas las madres de familia, cosas sencillas como demoler edificios y boxear. Por las mañanas cogía el metro y leía prospectos hasta que llegaba al trabajo. Le hubiera hecho ilusión estudiar medicina, pero no tenía tiempo para nada. Así que se conformaba de momento con aprender complicadísimos nombres y soltarlos luego en cualquier conversación. De pronto decía: “Ibuprofeno” o “Cloretilantifenol” o “Pentotalsódico” (por poner un ejemplo)
Las grandes grúas que manejaba le recordaban al padre de Raúl. Si daban el golpe preciso, todo el edificio se derrumbaba. El polvo y el ruido que rodeaban siempre a ambos eran insoportables, pero a ella le gustaban.
Cuando al final de la tarde, entrenaba en el gimnasio, notaba que su entrenador la miraba con buenos ojos y ella sentía ganas de sacárselos. ¿No se notaba acaso que no estaba por la labor de liarse? ¿Es que acaso sus piernas sin depilar y su cabeza rapada no lo manifestaban claramente? ¿Acaso los hipermusculados 180 kilos repartidos por su cuerpo no eran indicativos lo bastante elocuentes de las expectativas que albergaba como mujer?
Vanesa Millán volvía a casa indignada y sintiendo un malestar que le impedía disfrutar con su pequeño hijo Raúl. Este, se atormentaba pensando que su propia madre lo rechazaba por su incapacidad. Así que para sobreponerse al drama de su infancia, Raúl se había dedicado a amaestrar cucarachas. Afortunadamente, por las viejas cañerías del edificio, solían aparecer en la casa de la familia Millán decenas de estos insectos. Raúl las conocía a todas y las distinguía con facilidad. Cada una tenía un nombre. Pero lo mejor era que cada una tenía una habilidad. Había una capaz de arrastrar hasta Raúl cualquier objeto que éste necesitase. La verdad es que las cucarachas de la casa de Raúl eran muy grandes.
La infancia de Raúl transcurría solitaria. Su padre nunca lo había querido reconocer, pero aparecía de vez en cuando y le tiraba de las orejas para saludarle. Raúl lo esperaba suplicando a los Santos que ya no lo hiciera más, pero los Santos no lo escuchaban… Hasta que un día el hombre ya no vino más. Pero entonces, Raúl ya era gerente de la empresa que suministraba palillos a las líneas aéreas nacionales. Había hecho una considerable fortuna con esto y dedicaba una buena parte de ella para financiar la investigación de un nuevo material para los palillos. Era un triunfador, pero seguí faltándole lo más importante de la vida. Y es que Raúl no había conocido aún el amor.
Así que cuando conoció a Alberta, supo que había sucedido algo especial.
Alberta era una mujer impresionante. No era ni muy alta ni muy baja, ni muy gorda ni muy delgada. Tenía unas proporciones perfectas. Tenía, sobre todo, una mirada que lo mantenía atado a ella, como hipnotizado por su intensidad. Y Raúl se dejaba llevar…
En pocos meses se hicieron inseparables, hasta el punto de que Alberta se había llevado sus cosas a la casa de Raúl y se había apoderado del espacio de sus armarios, de su albornoz, y de su maquinilla de afeitar.
Una noche, antes de apagar la luz de la mesilla, Alberta lo había besado, y había puesto las manos a ambos lados de su cabeza, y sus dedos habían empezado a jugar en sus orejas. Entonces se había abierto bruscamente la puerta y había entrado aquel hombre rodeado de una nube de polvo y ruido, y una mujer como un camionero detrás, y un desfile de cucarachas que movían objetos.
Raúl, miró con un reproche a sus padres: - Me habéis destrozado la vida – les dijo, y se metió en la ducha.
Alberta se fue con todas sus cosas y con algunas más. Dicen las malas lenguas que se enriqueció súbitamente con una nueva fórmula para fabricar palillos.