El estrambótico viaje de Lucio y Roberta
Roberta era espía porque tenía facilidad para los disfraces y para las mentiras, y porque era muy disimulada.
Bailaba la danza del vientre entre marines americanos y, a veces, varios delfines compartían su escote.
Lucio, en cambio, era auditor porque nunca había sabido mentir. Inspeccionaba las cuentas de grandes empresas millonarias, pero él cobraba un sueldo miserable. Aún así, nunca aceptó un soborno de esos que solían ofrecerle dentro de un sobre blanco con su nombre.
Una noche loca de julio fue cuando ocurrió. Roberta acababa de dejar a su novio en casa, después de haberle machacado los pies con sus tacones de aguja en la clase de tango. Siempre hacía lo mismo cuando se echaba en sus brazos al compás de la música. Ni si quiera hacía falta que se lo propusiera. Ese día le llevó de regalo unos zapatos con la punta metálica y pudieron bailar sin preocuparse hasta el amanecer. Pero, de vuelta a casa, Roberta tuvo una corazonada nebulosa. Como una fantasía filosófica. Una especie de runrrún insistente que le decía: “Sal de tu tierra y ve en busca de las Antídotas del mar del Ripio. Allí aguarda tu destino”. Ni corta ni perezosa, volvió a la sala de baile dispuesta a encontrar a su hombre. Conocía bien sus costumbres -no en vano lo había estado investigando para uno de sus clientes- y estaba convencida de que Lucio sería un punto para sus planes. Sus planes eran enrolarlo en el Gran Viaje.
Cuando Roberta llegó al "Smilie Dancing", Lucio pujaba por una tanguista pelirroja, así que para llamar su atención, tuvo que hacer el flamenco. Saltó al centro de la pista y, mirando fíjamente a Lucio, se rasgó la tela de la falda hasta que por la raja asomó una larguísima pierna que parecía dispuesta a empotrarse en medio de las de él. Bailaron enloquecidamente, mientras los otros bailarines hacían corro alrededor, y, al final de la noche, tenían la sensación de llevar toda una vida juntos. Ya no serían capaces de vivir el uno sin el otro.
Remaron contra corriente durante más de dos horas, y por fin divisaron Lontananza. Ya se presentían los primeros indicios de la que caería después, pero tenían tanta hambre que no pudieron esperar y obligaron al cocinero a preparar unas viandas. Poca cosa. Lo justo para perder el tiempo necesario y que la tormenta les cogiese desprevenidos, aunque todo el mundo la hubiese visto venir.
Antes de saltar, se juraron amor eterno. Luego, sus cuerpos se perdieron en el inmenso mar.
Lucio tuvo un sueño en el que se veía a sí mismo atrapado por el mar, pero las olas lo arropaban con su espuma y lo depositaban en la orilla de una isla. En el sueño veía a Roberta despidiéndose de él. Tenía la mano en un frasco y lo sujetaba ansiosa, como temerosa de que alguien se lo fuera a arrebatar. De pronto, le alargaba el frasco a Lucio diciendo: “Tú vives porque yo muero”. A él le pareció una imbecilidad y habló como para sus adentros: “Esta Roberta…” –Rió- “Mira que es exagerada la mujer…”
Cuando despertó, estaba dolorido, y sentía como un peso que no le dejaba respirar. Era Roberta. Yacía sin vida sobre él y tenía clavada una estaca.
Lucio gritó y se desembarazó del cuerpo. Olía bastante mal, y los cangrejos le habían vaciado las cuencas de los ojos. Estaba claro que había muerto por la herida de la estaca, pero ¿Cuánto tiempo hacía de eso?
Lucio se dio cuenta de que había pasado varios días inconsciente, se rió nervioso y se sacudió la tela que todavía llevaba alrededor. Luego, compadecido, sacó la estaca del cuerpo de su amada. Había algo escrito en el trozo de madera:
"Wellcome to Antídotas"
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