Milenio
El cielo estaba en calma. Sobre las nubes, los pájaros, las colmenas que se abastecían en silencio, y las caricias de las flores oscuras; había una canción de primavera que era como un susurro de pasión. Y entonces pasó esa flor con cola de fuego que iluminó los tejados brevemente, dispuesta a perdurar por siglos en la soledad de mis recuerdos.
Pedí mi deseo antes de ver cómo la estrella acababa de desintegrarse. Todo parecía igual. Sin embargo algo había cambiado. Ahora la oscuridad rodeaba a la estrella apagada y, en las lindes de la espesura del bosque; dos ojos brillantes reptaban y se precipitaban de árbol en árbol. Me incorporé de inmediato. Fijé la vista en ellos y, cual hielo en el estío, se fundieron con el follaje; mientras mi corazón perdía un latido que subió a perseguir a la estrella.
Cielo y Tierra se sacudieron ante mi impertinencia, arropando entre nubes y relámpagos a su brillante creación. Yo ya había saltado hasta la luna y los elementos me cercaban dentro del inmenso Cosmos.
De repente una voz me habló y me dijo:
-Lo que quieres tomar no es aprehensible. Mira tus manos y lee en ellas ¿Qué hay escrito?
Como un caballo herido, la vista galopó nerviosa sobre los surcos de ese mar tan conocido de hendiduras y valles, de sudor y esfuerzo. La respiración agitada y la palma de la mano tendida al arbitrio del rayo y el fuego…
Cien soles iluminaron unos segundos el destino que aparecía escrito en la palma de mi mano…