Benjamín Callejuelas no tardó nada en encontrar otra vivienda. El mismo día que abandonó a Sofía, se instaló en casa de una vecina a la que ya hacía tiempo que le había echado el ojo. Marta le gustaba, sobre todo, por su sabiduría gastronómica. Como habían simpatizado y compadecida por el expolio que había sufrido, en seguida se prestó a echarle una mano. Para empezar, por un módico precio le alquiló una habitación. Luego, y movida por la caridad cristiana, se ofreció a cocinar para él todos sus caprichos. Eso fue decisivo. El día que Marta le cocinó el patorrillo de cordero, casi pierde el sentido. A partir de ese día no pudo pensar en ella sin asociarla con un perfecto estado de satisfacción. Decidió levantarle un monumento y sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, descargó en la terraza un pedrusco que luego arrastró hasta el salón para tallarlo allí mismo.
Marta, posaba por las tardes para él, vestida con una ligerísima sábana enroscada a ella por debajo de los brazos. Benjamín aporreaba la piedra con una especie de cincel grande al que atizaba golpes con un martillo. Los vecinos, a eso de las 6 de la tarde, protestaban golpeando en los tabiques medianeros. Algunos, aporreaban directamente la puerta de Marta.
Una tarde mientras posaba semidesnuda sobre el macetero de terracota, Marta sintió cómo una especie de temblor la sacudía, y antes de haber tenido tiempo de reaccionar poniéndose a salvo, el suelo se vino abajo y Marta se encontró atravesando los techos de varios vecinos entre una nube de polvo y de cascotes.
(Continuará... Ahora, me las piro a Maleján)
Sofía Mazapanes era una mujer enloquecida por la vida. Una infancia desgraciada y un padre esquizofrénico habían marcado su adolescencia, arrastrándola por caminos insospechados.
La enfermedad de su padre, había hecho que cosas como los “mosquitos espías” y las “baldosas-trampa” formasen parte de su universo familiar. Había hecho también, que Sofía creciera sin su madre, pues ésta apenas paraba en casa. Pluriempleada como estaba, la madre de Sofía tenía poco tiempo para dedicar a su hija.
Higinia Soler empezaba su jornada a las cuatro y media en punto, desayunaba un café con leche y acudía a la fábrica de galletas que limpiaba. Algunas mañanas tenía que espantar las ratas que, de noche, campaban como Pedro por su casa por el obrador y por los almacenes de la fábrica.
A las siete servía desayunos en el bar “Mariano”.
A las doce cuidaba a una ancianita en el hospital. A cambio de algunas monedas que le daba la hija, atendía a la señora Ramona. Le daba de comer, la ayudaba a caminar. La pobre señora Ramona, parecía un pajarito. Higinia, la cuidaba como a un pajarito.
Se quedaba con ella hasta las seis y a las siete llegaba, casi sin resuello, a casa. Preparaba la cena y la comida para el día siguiente, y se bañaba y se iba a acostar. Alguna noche veía un poco la tele con Sofía. Pero esto no era precisamente lo habitual.
Para Sofía, su madre, era una continua ausente.
Una tarde, Sofía conoció a Benjamín y pocos días después notó que le empezaba a faltar la regla. Ni siquiera les dijo nada a sus padres. La vida siguió transcurriendo como siempre en casa de los Mazapanes Soler. Hasta que un día, Sofía dio a luz a un bebé. Nadie se enteró. Y Sofía y Benjamín siguieron conociéndose más y mejor. Fueron años muy hermosos, durante los cuales Sofía alumbró cinco preciosas niñas, que se fueron convirtiendo en la pesadilla de su abuelo. Sin embargo, Higinia nunca las descubrió. Hasta que un día cayó enferma.
El descubrimiento de las niñas fue un mazazo para Higinia que, por alguna inexplicable razón, había supuesto siempre tenerlo todo controlado. Indignada por la desfachatez de su hija, la había echado de casa.
Al verse sola en la calle con cinco hijas a las que dar de comer, Sofía buscó la ayuda de Benjamín. Este le dio cobijo durante algunos días, pero en seguida se dio cuenta de que era demasiada responsabilidad para él que siempre había evitado el compromiso. Desde ese momento, Benjamín cambió. Se volvió reservado con Sofía, y las niñas le ponían de los nervios. Por fin un día, se dio el piro.
(Continuará)
Hola, abuela:
Estáis todos mal de la cabeza si pensáis que vais a hacerme volver. Ahora por fin, he conocido a alguien que me quiere de veras y que no me trata nunca mal. Al menos, no tan mal como vosotros.
Puedes estar segura de que mi vida en la granja ha sido un infierno. Pero, ahora vivo en una casa decente, con una mujer que me cuida y que no disfruta humillándome a cada momento.
Por cierto dile a Felipe que tenga cuidado con la cerda, que luego pasa lo que pasa. Sobre todo que no se quede dormido a su lado ,que ya sabemos que es lo más parecido al calor humano que puede encontrar allí, pero que no es nada higiénico.
A la Lola le dices que no soy tan feo como ella se creía, que después de que mi novia me convenciera de lo de la ducha y me cortase las trenzas de la barba para quitarme los piojos, resulta que soy un tío normal. ¡Menuda sorpresa! ¡Si tenía hasta dientes!
A ti te debo, no obstante, esta mierda de cojera que me ha quedado de tu última paliza. Desde luego, a quién se le diga que esto es obra de una vieja de 83 años… Pero, te mando una foto para que veas lo que he mejorado y te remuerda la conciencia de saber en qué clase de bestia me estabas convirtiendo. Como verás, por fin parezco un hombre. Lo bien que huelo ahora no lo puedes notar, pero te aseguro que es un invento lo de la taza del water. (No entiendo por qué tú nunca quisiste poner una en la granja.)
Bueno, no tengo nada más que decirte. Espero que no vivas muchos años para que el pobre Felipe pueda disfrutar un poco de la vida como por fin hago ahora yo. No vuelvas a intentar comunicarte conmigo. Esto es un adiós.
Tu ex nieto
Baltasar

Sin Suerte
Raúl era un ser vulnerable. Había sufrido una parálisis en las orejas de pequeño y eso había marcado su carácter. Bueno… eso y su facilidad de palabra. Era capaz de empeñar su palabra varias veces al día y eso que no siempre le salía bien. Su nacimiento ya estuvo salpicado de extraños sucesos. Se oían comentarios por el barrio diciendo que su abuela había huido con el cartero el día que Raúl nació.
La madre de Raúl, no obstante, era una señora muy digna y nunca dio nada que hablar. Le gustaba hacer cosas normales como a todas las madres de familia, cosas sencillas como demoler edificios y boxear. Por las mañanas cogía el metro y leía prospectos hasta que llegaba al trabajo. Le hubiera hecho ilusión estudiar medicina, pero no tenía tiempo para nada. Así que se conformaba de momento con aprender complicadísimos nombres y soltarlos luego en cualquier conversación. De pronto decía: “Ibuprofeno” o “Cloretilantifenol” o “Pentotalsódico” (por poner un ejemplo)
Las grandes grúas que manejaba le recordaban al padre de Raúl. Si daban el golpe preciso, todo el edificio se derrumbaba. El polvo y el ruido que rodeaban siempre a ambos eran insoportables, pero a ella le gustaban.
Cuando al final de la tarde, entrenaba en el gimnasio, notaba que su entrenador la miraba con buenos ojos y ella sentía ganas de sacárselos. ¿No se notaba acaso que no estaba por la labor de liarse? ¿Es que acaso sus piernas sin depilar y su cabeza rapada no lo manifestaban claramente? ¿Acaso los hipermusculados 180 kilos repartidos por su cuerpo no eran indicativos lo bastante elocuentes de las expectativas que albergaba como mujer?
Vanesa Millán volvía a casa indignada y sintiendo un malestar que le impedía disfrutar con su pequeño hijo Raúl. Este, se atormentaba pensando que su propia madre lo rechazaba por su incapacidad. Así que para sobreponerse al drama de su infancia, Raúl se había dedicado a amaestrar cucarachas. Afortunadamente, por las viejas cañerías del edificio, solían aparecer en la casa de la familia Millán decenas de estos insectos. Raúl las conocía a todas y las distinguía con facilidad. Cada una tenía un nombre. Pero lo mejor era que cada una tenía una habilidad. Había una capaz de arrastrar hasta Raúl cualquier objeto que éste necesitase. La verdad es que las cucarachas de la casa de Raúl eran muy grandes.
La infancia de Raúl transcurría solitaria. Su padre nunca lo había querido reconocer, pero aparecía de vez en cuando y le tiraba de las orejas para saludarle. Raúl lo esperaba suplicando a los Santos que ya no lo hiciera más, pero los Santos no lo escuchaban… Hasta que un día el hombre ya no vino más. Pero entonces, Raúl ya era gerente de la empresa que suministraba palillos a las líneas aéreas nacionales. Había hecho una considerable fortuna con esto y dedicaba una buena parte de ella para financiar la investigación de un nuevo material para los palillos. Era un triunfador, pero seguí faltándole lo más importante de la vida. Y es que Raúl no había conocido aún el amor.
Así que cuando conoció a Alberta, supo que había sucedido algo especial.
Alberta era una mujer impresionante. No era ni muy alta ni muy baja, ni muy gorda ni muy delgada. Tenía unas proporciones perfectas. Tenía, sobre todo, una mirada que lo mantenía atado a ella, como hipnotizado por su intensidad. Y Raúl se dejaba llevar…
En pocos meses se hicieron inseparables, hasta el punto de que Alberta se había llevado sus cosas a la casa de Raúl y se había apoderado del espacio de sus armarios, de su albornoz, y de su maquinilla de afeitar.
Una noche, antes de apagar la luz de la mesilla, Alberta lo había besado, y había puesto las manos a ambos lados de su cabeza, y sus dedos habían empezado a jugar en sus orejas. Entonces se había abierto bruscamente la puerta y había entrado aquel hombre rodeado de una nube de polvo y ruido, y una mujer como un camionero detrás, y un desfile de cucarachas que movían objetos.
Raúl, miró con un reproche a sus padres: - Me habéis destrozado la vida – les dijo, y se metió en la ducha.
Alberta se fue con todas sus cosas y con algunas más. Dicen las malas lenguas que se enriqueció súbitamente con una nueva fórmula para fabricar palillos.
Querido Baltasar:
No he podido escribirte antes porque el mal tiempo me ha tenido incomunicada hasta hace unos días. Ha nevado sin parar y casi terminamos con toda la leña. Menos mal que volvió a salir el sol porque ya nos estaba invadiendo una tristeza existencial a todos que daba asco. Durante estos días de mi encierro he pensado mucho en ti, y en esas diferencias que te mantienen alejado de nosotros. No seas tonto, vuelve. Todos nos acordamos de ti y estamos dispuestos a olvidar viejas rencillas. Saberte tan solo y tan lejos no nos ha hecho más felices a nosotros. Supongo que tu caso no es mejor. Te pido que no esperes mucho para darte cuenta de que todo este tiempo te has estado equivocando. Todo lo que te pasa es culpa de ese carácter tuyo que no logras dominar. A nadie le hace gracia que le recuerden sus defectos, pero a veces hay que darse cuenta de que sólo es que nos quieren ayudar. Tú te lo tomaste a la tremenda y mira cómo nos vemos todos ahora.
Qué tristeza... nunca lo hubiera imaginado...
Vuelve pronto Baltasar
La abuela